Cuando, paseando por la ciudad o por el parque canino, vemos de repente un perro grande, instintivamente nos preguntamos cómo será la casa en la que vive. Miramos alrededor, vemos los edificios del barrio y – sabiendo las dimensiones de nuestra propia casa – nos preguntamos cómo será la vida de un perro de ese tamaño en un piso que ha de ser, poco más o menos, como el nuestro.

La primera conclusión a la que llegaremos en nuestra reflexión es que resulta un capricho estúpido tener al pobre animal metido en una caja de cerillas, cuando necesitaría, al menos, una finca por la que correr y solazarse como debe.

Pues bien, dicha conclusión es errónea y los dueños o dueñas de esos perros no son ningunos caprichosos desalmados por tener un perro grande en un piso… ni siquiera si el piso es pequeño. Nuestros canes, por grandes que sean, viven la casa como un lugar de reposo y de descanso. Dormitar en su cama (o en el sofá, si se les dan más mimos), ir hacia el comedero, buscar tal vez esos deliciosos rayos de sol que entran por la ventana a media mañana, volver a beber o a empujar con el morro a esos humanos que, a veces, se olvidan de darles su diaria ración de caricias, es todo el ejercicio que han de hacer en casa.

Lo verdaderamente importante será, no obstante, salir del piso con la suficiente frecuencia como para que el animal tenga sus dosis diarias de carreras, paseos, juegos… ¡Esa es la auténtica necesidad del perro! No atender a la misma sería la única irresponsabilidad en esta historia.

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