Irene quiere un perro. Está cansada de sólo poder jugar con Aria, la loquísima boyera de Berna que tiene su tía, o con Duna, la pequeña teckel de Andrés y María… Ella quiere tener un perro suyo, jugar con él, meterlo en su cama, que le chupe la cara cuando juegan en el sofá, bañarlo, sacarlo a pasear y hasta recoger sus caquitas cuando va por la calle. Ella quiere un perro y basta. Ante su insistencia, sus papás han decidido bajar los brazos y ceder a sus deseos….

A los papás de Irene y a los del resto de niñas y niños, hay que decirles que tener un perro es una decisión que implica una tremenda responsabilidad; además, una responsabilidad que ha de ser compartida. O dicho de otro modo, el perro que tendrá Irene, lo tendrán también sus papás, ellos habrán de pensar en sacarlo, en llevarlo al veterinario, en atenderlo en cada momento; en resumen, habrán de pensar en que tienen otro niño, que va a demandar de ellos un cuidado constante. Los perros aman, sufren, enferman, hacen travesuras… exactamente igual que el resto de los miembros de la familia y han de ser atendidos con el mismo amor y con el mismo cuidado.

A través de su perro, Irene va a ingresar también en una formidable escuela en la que experimentará el valor del cuidado y la atención a otro ser vivo, el compromiso con sus necesidades, la responsabilidad respecto del comportamiento de su peludo o la entrega a una criatura que le va a exigir más de lo que pensaba en un primer momento.

Todo lo demás, por supuesto, lo aportará su nuevo compañero: ternura, cariño, diversión, lealtad, compañía, amor… algo que hará de Irene – sin duda – una persona mejor.

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