Es un tópico ya el constatar que los perros se parecen a los amos, incluso físicamente. Ello tiene que ver, sin duda, con un fascinante acople emocional que hace que personas y animales que comparten una vida en común, compartan también sentimientos y reacciones ante determinados estímulos.
Los desajustes emocionales de los seres humanos se trasladan de un modo extraordinario a la sensibilidad de los perros que viven con ellos, de forma que cualquier afección del alma se transvasará con una sorprendente inmediatez al estado de ánimo del animal.
Salvo en períodos de enfermedad o de estrés por una razón sobrevenida, el estado natural del perro es el de la alegría, que se manifestará de continuo en miradas joviales y desternillantes movimientos de cola. Sin embargo, la tristeza de sus dueños o dueñas les somete a los perros a un manifiesto estado de postración, que se manifestará por su posición tendida, con la cabeza apoyada en el suelo o la camita, con los ojos abiertos mirando hacia la persona triste, o en una constante búsqueda de su contacto y de las caricias, que le devuelvan una seguridad, que la tristeza humana parece haberles robado.
Si bien es natural que nuestros perros compartan nuestras emociones, es importante no someterlos a una exposición constante a la tristeza, por cuanto su forma de somatizar y el estrés al que les somete una situación así, puede redundar en consecuencias nefastas para su posición ante las rutinas, para su alimentación, para su salud y hasta para su vida. De hecho, en ciertos casos extremos, podría interesar brindarle al animal unas pequeñas vacaciones en otras manos, que puedan mantenerle al margen de la presión sentimental.